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Joseph vivía una particular batalla que resguardaba en su fuero íntimo, o al menos eso creía él. Su contendor no era otro deportista ni una marca de altura por vencer con su garrocha, sino que se trataba de Dios.

En el registro de atletas que mantiene la Universidad Estatal de Louisiana (LSU), su portal web aún muestra la “bio” del estudiante Joseph Caraway, a quien califica como un “destacado saltador de pértiga” (garrocha).  Nacido en una “familia católica” la vida de este joven giraba en torno “al deporte, su novia y el anhelo de estudiar medicina”, según él mismo ha reconocido en algunas entrevistas.

Esa habilidad deportiva, inició cuando era un pequeño que disfrutaba correr a campo traviesa entre las vacas, bordeando barrancos o canales de regadío en la granja familiar situada en la diócesis de Lake Charles, Louisiana (U.S.A.), cuenta Joseph en una entrevista (ver al final) publicada a comienzos de octubre en HM Televisión.  “Siempre corriendo por todos lados (…) ¡Oh Dios mío!, estaba siempre fuera, era difícil hacerme entrar en casa. Salía al despuntar el día y solo volvía cuando mi madre me llamaba para comer”, confidencia.

Desde que puede recordar —comenta Joseph, sobre aquel tiempo— antes de ir a dormir los padres les reunían… a su hermano mayor, las dos hermanas que le seguían y a él, toda la familia, “para rezar juntos”. Los domingos, como eran granjeros, en particular durante el período de la cosecha, iban a la primera misa del día… a las seis de la mañana. “Tenía que ser así, no había más opciones”, dice Joseph.

Centrado en el deporte, las chicas y un futuro de éxitos

Durante la adolescencia —sincera— hubiese querido no ir a la iglesia, pues tal como venían haciendo desde su infancia, el párroco y algunas de las mujeres de la comunidad insistían que él debía ser sacerdote. “Cuando acababa de hacer la Confirmación y estaba de pie delante de la iglesia vino una de estas mujeres y me dijo: Creo que tú estás llamado a ser sacerdote. ¡Me salía humo por las orejas! Pero mantuve la calma y le dije: Gracias, pero creo que no tengo esa llamada”.

Efectivamente Joseph no sólo mantenía por entonces una relación estable con una chica, sino que ya comenzaba a destacar desde el Instituto en el salto de pértiga y así seguiría hasta obtener incluso una beca de la Louisiana State University (LSU), para competir y ser un atleta sobresaliente, representando esta casa de estudios.

Los años siguientes seguiría escalando como deportista de élite, esforzándose hasta graduarse de kineseólogo en LSU y aprobar luego —el año 2014— la entrevista que le permitía iniciar estudios de medicina. Todo estaba ocurriendo como lo había soñado pues además “estaba saliendo con una chica y ya íbamos en serio, habíamos hablado de matrimonio y cosas así. Ella lo tenía todo; era guapa, inteligente, quería una familia católica. Era lo que siempre había deseado, de verdad lo quería”.

Sin embargo, desde hacía un año Joseph vivía una particular batalla que había comenzado a dar sus primeras señales años antes, al ingresar en la LSU, y que resguardaba en su fuero íntimo o al menos eso creía él. Su contendor no era otro deportista ni una marca de altura por vencer con su garrocha, sino que se trataba de Dios.

Comprendiendo los signos de Dios

Todo este particular combate tuvo por escenario predilecto… ¡lugares donde estaba el Santísimo Sacramento expuesto para adoración de los fieles! La primera experiencia que lo pondría en alerta, cuenta Joseph, ocurrió durante su primer año de universidad. Una tarde en que andaba algo angustiado pues “aunque ya había empezado el primer año, todavía no sabía qué licenciatura quería hacer”, se topó con una iglesia y entró. Estaba expuesto el Santísimo y comenzó a orar pidiendo ayuda… “¿Qué quieres que haga?, dije al Señor. En ese instante sentí como un tirón y me decía: ‘Tengo pensado algo muy especial para ti…’ Entonces insistí: ¿Qué es? dímelo. Y escuché como en un susurro: ‘¿Qué tal el sacerdocio? Piénsalo’. No, no, no, esto no viene de ti, me dije y agregué: Tú quieres que yo sea médico, ingeniero o cualquier otra; ¡médico sería genial! Así puedo ayudar a las personas, las puedo ayudar, esto sería genial…”. Joseph recuerda haber salido de inmediato de allí con la firme idea de seguir destacando en el salto de pértiga y “convenciéndome a mí mismo que Dios quería que yo fuese médico”.

Hacia su tercer año de exitosos logros en la Universidad conoció a un chico del equipo de fútbol, católico, cuestión que no era habitual en el ambiente deportivo que frecuentaba dice Joseph. Este nuevo amigo lo invitó a participar al Newman Center, una organización donde se reúnen jóvenes católicos en diversos grupos de estudio. El primer día que fue, nada más entrar se fijó en una bella chica que estaba en el salón, estudiando, y decidió sentarse junto a ella con la intención de poder conocerla. Pero nada más acomodarse la hermosa joven se puso de pie y como él la mirase con rostro algo compungido, dice, ella le preguntó de improviso si se quedaría mucho rato porque saldría durante aproximadamente una hora y media. “Entonces le pregunté: ‘¿Dónde vas?’ Y me responde: ‘Voy a la capilla de adoración perpetua, porque tengo que hacer mi turno de adoración’. Yo sabía lo que era la Adoración, pero no sabía lo que era la Adoración Perpetua. Entonces le pregunté: ‘¿Eso qué es?’ Me miró, al tiempo que decía… ‘¿No lo sabes? ¿Por qué no vienes conmigo?’ Y respondí: ‘¡Bien, vamos!’ Estaba feliz y pensaba… ‘esta es la primera vez que la he conocido y me ha invitado a ir con ella, esto está yendo bien, tal como lo tenía pensado’”.

El adorador sorprendido

Ya en la capilla de la adoración mientras ella oraba Joseph confidencia que agradeció a Dios el volver a estar ante Él después de años sin hacerlo. Al salir, argumentado que le había “encantado” ese momento, le preguntó a la joven si podía regresar con ella la semana siguiente… “Uno porque me gustaba adorar y dos porque ella era guapa y así salía ganando por doble partida. Después de tres semanas de hacer esto, estando en la capilla rezando, el Señor me dice: ‘¿Por qué no vienes a verme con más frecuencia? ¿Por qué no vienes más a mí?’. Y cuando volvíamos en el coche la chica me mira y me dice: ‘Estoy a punto de graduarme, de dejar la universidad, ¿puedes tomar mi turno de adoración?’ Yo quería decirle que no, quería decirle que no, pero sabía que el Señor me lo estaba pidiendo… ‘Toma ese turno para que estés más tiempo conmigo’. Y lo hice”. Aquella joven se graduó, siguió con su vida, está casada, tiene un hijo pequeño y “somos buenos amigos”, sincera Joseph.

En el último año de universidad, tal como lo tenía planeado, presentó su solicitud para ingresar al College de Medicina y finalmente rindió una exitosa entrevista de admisión. Sin embargo salió inquieto, sin alegría alguna. En ese preciso momento le llamó su madre quien asombrada escuchó al hijo decirle que quizás no quería ser médico, que no estaba contento con esa opción.

Decidió guardar la matrícula, no presionarse y tomar el resto de ese año para discernir “yendo a misa diaria y haciendo tres o cuatro horas a la semana de adoración”, relata. Necesitaba un signo casi explícito —reconoce— de qué debía hacer, y Dios callaba. A nadie contó esta particular confrontación que vivía, ni siquiera a su novia con quien ya planeaban un futuro matrimonio.

La opción de Joseph

“Pero llegó el momento de decir sí. Un domingo llegaba tarde a misa, no encontraba un sitio donde aparcar; entré en la iglesia, me puse de rodillas rápidamente, hice una breve oración y empezó la procesión. Me pongo de pie y veo a un chico pequeño, era probablemente la primera vez que ayudaba en la misa, estaba llevando el crucifijo en la procesión y tenía una sonrisa grande que estaba intentando esconder, esforzándose por esconderla, pero estaba radiante de alegría. Fue viendo a ese chico que pensé: él tiene algo diferente, ese niño, es evidente, va a ser sacerdote un día, lo lleva escrito en la cara. Y de repente, el Señor puso un espejo delante de mis narices… me dijo: ‘Esto es lo que vieron todas esas personas en ti, cuando tú eras pequeño; lo vieron y era claro, y te lo dijeron. Ahora, ¡ten confianza en mí!’. Yo empecé a llorar en el banco y le dije sin más: Sí, lo haré. No sé cómo va a suceder, pero lo haré”.

De ahí en adelante y tras tomar su opción nuevas puertas se abrieron. Su novia le entendió y apoyó en esta decisión asegurándole “que ya lo veía venir”. También sus padres y hermanos le han venido apoyando en su opción. Luego de dos años de estudiar filosofía por recomendación de su obispo, el seminarista Joseph Caraway cursa ya su segundo año de teología en el Pontifical North American College de Roma (Italia).

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Fuente: Portaluz.org