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La pandemia ha supuesto un gran reto a los adoradores eucarísticos. Los lugares habituales de Adoración han debido adecuar sus horarios a la contingencia sanitaria y, salvo aquellas capillas al cuidado de un convento o monasterio, la mayoría debió contemplar cierres temporales.

Pero también la fe y la creatividad han encontrado caminos para sortear las dificultades. Ahí están por ejemplo las adoraciones emitidas a través de plataformas digitales, que acatan los resguardos al mismo tiempo que no interrumpen el culto a Jesús Sacramentado.

Si fuertes son los impedimentos, más fuerte debe ser nuestro amor eucarístico. Porque es una fuente de gracias y bendiciones para nosotros, claro que sí, pero sobre todo porque Jesús nuestro Señor lo merece.

Como estímulo a esta perserverancia compartimos a continuación las reflexiones de San Manuel González García (1877-1940), quien llegó a ser obispo de Palencia, España, y fue conocido como “apóstol de los santuarios abandonados”.

Que sus enseñanzas nos comprometan a buscar los modos, según nuestras posibilidades actuales, para que la Adoración nunca cese, ni siquiera en pandemia:


Como Jesús en nuestros Sagrarios no tiene una presencia estatutaria, sino real y viva, así la presencia con que debemos corresponderle no ha de limitarse a ser sólo presencia, como la de un candelero, una estatua más o menos artística o un mueble que decore, sino que ha de aspirar a ser presencia de todo nuestro ser racional y vivo. O sea, presencia corporal y espiritual. Pero ahondemos en esa presencia espiritual.

Su presencia en la Eucaristía

Si Jesús está presente en el Sagrario con sus ojos que me miran, yo debo estar ante el Sagrario mirando con mis ojos de carne la Sagrada Hostia, cuando me la dejan ver; y con mis ojos del alma el interior de esa Hostia.

Si Jesús está en el Sagrario con sus oídos para oírme, yo debo estar ante el Sagrario con mi atención para oírlo y con mi mayor interés para hablarle.

Si Jesús está presente en el Sagrario con sus manos rebosantes de dones para los necesitados que se lleguen a pedírselos, yo debo estar ante el Sagrario con mi indigencia expuesta en el plato de mi confianza.

Si Jesús está en el Sagrario con el Corazón palpitante de amor sin fin a su Padre y de amor hasta el fin a nosotros; si ese amor que sube a su Padre es infinitamente latréutico, por que lo alaba como Él se merece, e infinitamente eucarístico, porque le da gracias por los beneficios que nos hace hasta dejarlo satisfecho, e infinitamente expiatorio, porque lo aplaca por los pecados con que le ofendemos, hasta ponerlo en paz. Y es infinitamente impetratorio, porque con clamor válido intercede y ruega por nosotros…

Y si ese amor que desciende desde su Corazón a los hijos de los hombres es amor de Padre, hartas veces menospreciado. De Hermano, casi siempre desairado. De Amigo, las más de las veces abandonado. De Esposo, muy poco correspondido. Y de Rey, muchas veces desobedecido, vilipendiado y traicionado…

Si todo esto es así, yo debo estar ante el Sagrario con todo mi corazón y con todo el amor de él, para sumergirme en aquel Corazón y palpitar con sus mismas palpitaciones y amar como Él ama, alabando, agradeciendo, expiando, intercediendo al Padre celestial y disponiéndome a darme por Él de todos los modos a mis prójimos hasta el fin, sin esperar nada…

En menos palabras:

Si Jesús está en el Sagrario para prolongar, extender y perpetuar su Encarnación y su redención, lo menos que yo debo hacer es presentarle mi alma entera con sus potencias, y mi cuerpo entero con sus sentidos, para que se llenen y empapen de sentimientos, ideas y afectos de Jesús Redentor encarnado y sacramentado.

Ésta, ésta es la compañía de compasión, la que pone entre Jesús y yo comunicación y cambio de miradas, de palabras, de necesidades, de afectos… La que me hace mirar, hablar, oír, pedir, recibir, confiar, sentir y amar como Él y con Él.

Cómo debo estar yo con Jesús en el Sagrario

Llena el alma de ese vivir sintiendo y compadeciendo con Él, procura no ver, ni oír, ni sentir, ni querer las cosas, los acontecimientos y las personas sino como Jesús desde su Sagrario las ve, oye, siente y quiere. Y de esta suerte la presencia nuestra ante el Sagrario, que por ser corporal está limitada al tiempo que pasamos frente a Él, por esta compasión le podemos acompañar no a ratos sino siempre, siempre…

Por esta compañía de compasión, nuestro corazón y nuestra vida se convierten en eco del Corazón y de la Vida que palpitan en nuestro Sagrario…

Alma que crees con fe viva en la presencia real de Jesús en la Eucaristía, ¿puedes medir la inmensidad del amor que el Corazón de Jesús recibiría en su Sagrario y de la dulzura y seguridad que te inundarían, si tu corazón no tuviera más ritmo que el ritmo del Corazón de Jesús Sacramentado?

Dos corazones con el mismo ritmo son un solo corazón. Ésa es la obra de la compasión perfecta.

San Manuel González García