Muchos se habrán hecho esta pregunta: “¿Qué es adorar?”. Yo me la hice, y recuerdo con total nitidez el día, la hora y la circunstancia. Estaba viviendo mi primer retiro Ignaciano –25 ó 28 años atrás– en la Casa de Retiros de Padre Hurtado, en Santiago, y el sacerdote, después de la primera reflexión, nos dijo que hiciéramos nuestra meditación frente al Santísimo en Adoración. No era la primera vez que me hincaba ante el sagrario, pero esa vez me surgió la duda de si lo que yo hacía era verdadera adoración; y mirando al Sagrario, pregunté: “Señor, ¿qué es adorar? Por favor, respóndeme; de verdad quiero saber.” Ahí me quedé, en silencio, anhelante, esperando su respuesta.
El tiempo pasaba y yo seguía con la vista clavada silenciosamente en la Custodia, aguardando confiada. En determinado momento sentí la necesidad de dirigir mis ojos hacia el costado del altar, y ahí recién me di cuenta que había un hermoso cuadro de la Virgen. Ella tenía al Niño en sus brazos. Me dediqué largo rato a observar los detalles de la pintura. La Virgen contemplaba a su Niñito de una manera tan dulce que me pregunté cómo hizo el artista para haber logrado plasmar en un lienzo la ternura de esa mirada; Ella lo envolvía, lo acariciaba, lo abarcaba completo con sus ojos.
Pensé que seguramente le estaría diciendo lo hermoso que era, cuánto lo amaba y todas esas cosas que decimos a nuestros hijos cuando, pequeñitos y confiados, descansan en nuestros brazos. Los abarcamos completos, porque son tan pequeños, y les decimos “eres maravilloso, no hay en el mundo otro niño tan bello como tú, eres perfecto —¡ni decir lo inteligente que lo encontramos!—, eres la fuente de mi alegría, cómo podía vivir, hijito, antes que hubieras nacido, cuando me miras me haces tan feliz”; y montones de cosas que las mamás les decimos a nuestros hijos. De pronto escucho una voz en mi interior que me dice: “¿Lo entiendes ahora? Adorar es contemplar con amor”. Gracias a Dios estaba de rodillas, o si no la impresión me habría tirado al piso: ¡el Señor me contestó! ¡A mí! Y claro, me puse a llorar de la emoción. No podía creerlo. Mis ojos iban del cuadro al altar, luego del altar al cuadro…
Cuando por fin me calmé, centré mi vista en Él y así permanecí hasta que, de pronto, percibí una luz que salía del interior de la custodia y se iba extendiendo cada vez más y más. Yo estaba inmersa en esa luz extraordinaria que crecía y crecía, mientras yo sentía que me iba haciendo cada vez más pequeña, como una pulguita. Entiéndanme bien: Él no me hizo sentir inferior, sino que yo sentí la grandeza de Dios. La luz que me sumergía cubría la capilla entera; de pronto, en un segundo la luz fue absorbida por la custodia hasta que sólo quedó la Hostia, pequeña y blanca. Por segunda vez siento la voz interior que me dice: “…y me quedé en un pedacito de pan para que me puedas contemplar completo.”
¡El Dios Creador del universo, de los universos, que lo hizo todo de la nada, ese Dios está ahí para que yo, tú y todos podamos verlo escondido en un trocito de pan!
Desde ese momento comencé a entender realmente lo que es adorar: Dios mismo me lo estaba enseñando. ¿Por qué? Ni por buena ni por piadosa, nada de eso lo era entonces y tampoco lo soy ahora; todos estamos en camino y yo también. Creo que la razón fue esa pregunta que surgió tan, tan sinceramente del interior de mi corazón. Fue Él mismo quien me la inspiró para que anime a otros a dialogar con Él y se los cuente a todos (a veces creo también que me lo comunicó debido a lo chismosa que soy: esto no me lo iba a guardar para mí…).
Adorar es contemplar a Dios escondido en un pedacito de pan. Adorar es expresarle nuestro amor. Adorar es recibir su amor, es dejarnos amar por Dios. Adorar es hacer silencio exterior e interior para escuchar Su voz. Si estoy metida en los ruidos del mundo, si mi cabeza, esta loca de la azotea, no deja de hablar y decir cosas, no lo voy a escuchar; pero si le pido al Señor que me ayude a silenciarme, Él me va a ayudar y entonces lo escucharé.
Adorar es reconocer nuestra pequeñez y su grandeza. Adorar es permanecer en su presencia. Si no estamos junto a Él en la hora santa, ¿cómo nos va a hablar, cómo nos va a enseñar? Y adorar es contagiarse con ese fuego misionero, es volverse “chismoso”: ¡contémosle al mundo lo que sucede! Somos tan buenos para llevar toda clase de noticias, ¿por qué no contamos lo que el Señor hace con nosotros? Vayamos a nuestras comunidades y contemos ahí cómo Él nos habla, cómo Él nos ama, cómo Él nos sana.
Rosa Fuster — Capilla de Adoración de Talca